Parece un buen momento para recordar a los verdaderos reyes de la creación, los motores de la evolución bacteriana y por tanto de nuestra existencia: los fagos
Ahora que un virus eriza los cabellos del público, agota las mascarillas en las farmacias y estremece los parqués bursátiles como lobo en gallinero, parece un buen momento para recordar a los otros virus, los verdaderos reyes de la creación, los motores de la evolución bacteriana y por tanto de nuestra existencia. Son los fagos. El nombre es una abreviatura de bacteriófago, o virus que come bacterias. Desde su hallazgo en 1915 se propusieron como una herramienta contra las infecciones, hasta que la penicilina de Fleming los eclipsó al descubrir el continente biomédico de los antibióticos en el que seguimos habitando. Las crecientes resistencias a esos fármacos están resucitando a los fagos poco a poco.
Mi relación con los fagos es antigua y cordial. Fueron esenciales en los orígenes de la biología molecular, sobre todo debido a un experimento brillante y nítido, elegante. En los años 40 no se sabía si la información genética residía en el ADN o en las proteínas, y la mayoría de los científicos apostaban por lo segundo. El ADN parecía una molécula extremadamente sosa, hecha de solo cuatro bloques que se repetían hasta el vómito, mientras que las proteínas constaban de decenas de bloques distintos y exhibían una gran variedad de formas y funciones.
Pero Alfred Hershey y Martha Chase concibieron la manera ideal de decidir entre esas dos opciones. Sabían que un fago podía cambiar las propiedades genéticas de la bacteria a la que infectaba. Un fago, como cualquier virus, consiste en un paquete de ADN envuelto en una coraza de proteínas. Hershey y Chase descubrieron que, durante la infección, las proteínas del fago se quedaban pegadas fuera de la bacteria, mientras que el ADN era inyectado dentro de ella, demostrando que el portador de la información genética no eran las proteínas. Corría 1952. Solo un año después dos lectores de su trabajo, Watson y Crick, descubrieron la doble hélice del ADN, el secreto de la vida. Y los fagos siguieron siendo herramientas esenciales de la biología molecular durante medio siglo.
Hoy sabemos que los fagos son las entidades biológicas más abundantes del planeta, y su gran reservorio de información genética. Los que conocíamos en el siglo XX eran la minúscula fracción que se avenía a crecer en nuestros sistemas de cultivo convencionales. La secuenciación (lectura) en masa de todo el ADN que sale de un cubo de agua marina, de las heces humanas o de cualquier otro bicho, ríos y lagos, manantiales termales y abismos subterráneos ha revelado la verdadera galaxia que constituyen estos virus asombrosos y venerables.
Los últimos resultados (‘Clades of huge phages from across Earth‘s ecosystems’, Nature, 12 de febrero) nos revelan los mayores fagos conocidos hasta ahora, con unos genomas de un tamaño que compite con el de las bacterias más simples. El mayor de todos ellos tiene 735.000 letras, o 260 veces este artículo. Y créanme, un fago aprovecha el espacio mucho mejor que yo. Ahí le caben todos los genes necesarios para manipular la clave lógica de sus víctimas bacterianas, pero las que sobreviven salen a menudo ganando con la invasión. Estos superfagos están repletos de sistemas CRISPR, como el célebre método de edición genética que los humanos hemos plagiado de las bacterias. Los virus seguirán con nosotros hasta el final de los tiempos.
EL PAÍS