“¡2 de octubre no se olvida!”. La exclamación tuvo un matiz tenebroso. Vino del interior del Pepsi Center WTC, no emanó de un espíritu mexicano, sino de un australiano. Nick Cave replicó esas palabras de aguante, de impotencia, de saber que hace 50 años muchos estudiantes fueron víctimas del granizo en forma de plomo.
Las cosas no han cambiado mucho, pero la vida sigue su curso. Siete mil 700 personas agradecieron el gesto. Con la mano en el pecho, tambaleantes, recibieron a flor de piel el regalo de Into my Arms, una balada que sonó el día del funeral de Michael Hutchence, líder de INXS y amigo de Nick, cuya historia es atribuida a los quiebres que sufrió con Viviane Carneiro y la poeta PJ Harvey.
Pocos momentos tuvieron tal manifestación de melancolía explícita por parte de un hombre que se ha hecho uno mismo con el sufrimiento, no sólo de padecer los estragos de las relaciones interpersonales, sino de haber perdido a su hijo hace tres años al caer a un barranco a consecuencia de un viaje ácido.
La fuerza de sus gritos eran otra señal de la ira de un hombre mordaz de 61 años. From her to eternity lo demostró. Pero, en realidad, las más de dos horas de concierto fueron un lienzo que se fue dibujando sin sentido, con una complejidad que sólo los que compraron un boleto o fueron de invitados entendieron.
Seis décadas en el mundo y el viejo Nick no reflejaba tal adjetivo ni su edad. Era como ver a Iggy Pop en el escenario. Le quedaba chico. Era una bestia azotando, pateando, soltando tales derechazos al aire acompañados de Red right hand, Shoot me down, Magneto.
Detrás de él las semillas podridas. The Bad Seeds. Su banda. Igual de zafados que él. Si Nick Cave partió la muchedumbre en dos, cual profeta en siglo 21, para llegar a la consola de audio, durante The Weeping Song, Warren Ellis, su violinista, escenificó su propia imagen. Más parecida, en físico y violencia, a Charles Manson. El asesino del violín sacrifica el arco de su instrumento para masacrarlo con sus dedos parchados por cinta, ignorando a Nick por completo y viviendo su propio concierto.
Nadie pudo perderse la vitalidad de Nick Cave. Detrás Natalia Lafourcade se dejó llevar con su chela por Stagger Lee y Push the Sky Away; los cineastas Hari Sama y Michel Franco lo vivieron atónitos, a juzgar por sus miradas y los aplausos para agradecer a Nick. Ni que decir del Uyuyuy, Sergio Arau, un punk de la vieja escuela en la muchedumbre.
La mejor manera de terminar el show fue con la figura divina que 30 fans, invitados por el australiano, construyeron sobre el escenario: abrazándolo, estirando la mano para intentar tocarlo y partirse a la mitad para verlo retirarse en la oscuridad con los brazos abiertos y dejándose sentir.
Sin embargo, tal y como lo dice Nick Cave en Into my Arms, él no cree en un dios intervencionista. Así que volvió para tocar como un simple mortal, como el líder de las semillas malignas con City of Refugee y Rings of Saturn.
Fuente: Excélsior
Foto: Especial