Los epicentros garnacheros de la Ciudad de México se merecen un altar. Las espátulas y mentes maestras detrás de cada uno de ellos no sólo deberían tener una estatua y Día Nacional, sino un lugar VIP apartado en el paraíso de la fritanga. Por todas las veces que nos han salvado de la inanición, de la malacopa causada por una borrachera o de alguna resaca (de esas que nos hacen jurar nunca más echar mezcales), hoy no sólo nos sumergimos en sus cazos llenos de aceite, sino también en sus vidas y descubrimos que sus historias tienen mucha carnita. Literal.
Si vas a probar sus machetes, asegúrate de no haber comido desde un día antes. Tiene 63 años, nació en un pueblo de San Luis Potosí, llamado San Bartolo, y es la responsable de que quienes visitan su (siempre lleno) local principal salgan al borde de la indigestión. Nadie llega a estas coordenadas de la guerrera colonia Guerrero por coincidencia. El motivo de la mayoría mide 70 centímetros, responde al nombre de «machete» o «quesadilla gigante» y es capaz de formar en una fila hasta al más desesperado, con tal de probarlo.
Amparito llegó a la capital chilanga a los 12 años, estudió corte y confección en una escuela de monjas del Opus Dei (donde ahora se encuentra el Museo Nacional de la Estampa, en el Centro) y se enamoró a los 18 años de un chico que le lanzaba piropos cada que la veía pasar. El que después se volvió su esposo era hijo de Mari, la fundadora de Los Machetes. Así que ella misma fue quien la metió al negocio familiar y la inició en el mundo de la garnacha. A 42 años de distancia, Amparito es la heredera de un emporio con tres sucursales, en donde ella y siete familiares preparan machetes de 17 sabores distintos (entre ellos: tinga de pollo, quesillo, vegetales, cochinita pibil y todas las combinaciones posibles).
Hay quesadillas, y «señoras quesadillas campechanas», como esta. Un día normal en su vida comienza a las cuatro y media de la madrugada. A esa hora empieza a cocinar los guisados. Luego llega al local y alterna entre la plancha caliente de metal, la caja registradora y un rincón desde el que observa todo lo que pasa alrededor. La mujer me dice que le gusta mirar a la gente cuando come. Un día le tocó ver cómo uno de sus clientes frecuentes (un albañil que trabajaba en la zona) engulló al hilo tres machetes de chicharrón prensado. «La vida siempre me sorprende y eso me gusta», dice con su sonrisa bonachona de siempre.
Fuente: Excelsior