Ella era la actriz más sensual de Hollywood y él uno de los dramaturgos más prestigiosos. Sin embargo lo que parecía un matrimonio soñado terminó en pura frustración
Año 1951, Marylin Monroe es una estrella en ascenso y Arthur Miller exhibe las medallas de «Muerte de un viajante», la obra con la que arrasó la cartelera de Broadway y sacudió los cimientos de la sociedad norteamericana. Ambos están invitados a una de las tantas fiestas de Hollywood. El que propicia el encuentro y, muy a su pesar, oficia de celestino es Elia Kazan, camarada del escritor y quien además mantiene una relación libre y sin compromisos con la rubia sexy.
En un momento de la fiesta Kazan le pidió a Miller si podía entretener a «su chica», ya que quería atender un compromiso con otra actriz que rondaba por el lugar. Arthur accedió gustoso, no todos los días se puede hablar con un ícono sexual…
Contra todos los prejuicios, la joven actriz que para muchos representaba el sueño americano y el escritor, vocero del lado oculto de ese sueño, se atrajeron de inmediato. Ella quedó encantada con ese hombre que parecía «el paladín de los perdidos y los heridos». Él apeló a sus dotes de bailarín y la invitó a bailar. Ella no pudo parar de reír en sus brazos. Fue una noche soñada, en la que, además de sus diferentes orígenes artísticos, olvidaron algunos «pequeños» detalles. Miller le llevaba diez años, algo que podía ser menor si no fuera porque era la misma cantidad de tiempo que llevaba casado con Mary Slattery, su novia de la adolescencia, y madre de sus dos hijos.
Durante cinco años Arthur y Marylin tuvieron algunos encuentros ocasionales que se hicieron cada vez más frecuentes. Ella ya era Marylin Monroe, la diosa de Hollywood, pero también la actriz en conflicto con ella misma, la mujer que en menos de dos años, se había enamorado, casado, peleado, reconciliado y divorciado de Joe Di Maggio, estrella de béisbol de los New York Yankees. Por eso miles de estadounidenses sufrieron una trompada de knock out cuando trascendió su romance con Arthur Miller. Sí, ese escritor ácido que cuestionaba el status quo, el intelectual sospechado de «comunista», y por tanto apuntado por la caza de brujas que había destapado su ex amigo Elia Kazan y que comandaba el senador Joseph McCarty.
La primera persona que salió a atacar los prejuicios fue la propia Marylin. Sus palabras no fueron las de una estrella sino las de una chica feliz: «Es la primera vez que estoy realmente enamorada. Arthur es un hombre serio pero tiene un sentido del humor maravilloso. Estoy loca por él». La pareja anunció su compromiso en las puertas de su domicilio en Nueva York, ante una mini multitud de periodistas y reporteros gráficos que no querían perderse ningún detalle. La historia no podía ser más atrapante. Miller acababa de firmar su divorcio y Marilyn estaba pronta a convertirse al judaísmo, en una muestra de lealtad a su futuro esposo y a sus padres.
El día de la boda por civil, 29 de junio de 1956, la pareja tenía planeado atender a la prensa en la casa que Miller tenía en Conecticut. Pero antes de la ceremonia se habían comprometido a almorzar en la casa del primo del escritor. Algunos periodistas anticiparon la jugada y la boda que había sorprendido a los Estados Unidos tenía guardada una escena trágica.
Mara Scherbatoff, reportera de Paris Match, no advertía signos de la pareja en la guardia periodística en Roxbury, además tenía el dato que uno de los primos de Miller tenía una casa cerca de ahí. Habló con su compañero Paul Slade y repartieron tareas. Él se quedaría en la finca preparando su equipo fotográfico, y ella viajaría a chequear su dato.
Cuando vio salir un Oldsmobile verde que llevaba a la pareja más buscada comprendió que su olfato periodístico estaba en lo correcto. Al descubrirla, Morton, el primo de Arthur pisó el acelerador. Los periodistas lo seguían como podían por una ruta sinuosa y desconocida, en una curva cerrada, el auto salió de la carretera y chocó contra un árbol.
Mara atravesó el parabrisas y cayó sobre la ruta. Morton frenó su auto y se acercó al lugar del accidente. Arthur corrió a una casa a llamar a la ambulancia y a la policía, mientras Marylin permanecía en estado de shock. Ya no era una novia feliz sino una niña asustada y con una blusa manchada de sangre.
La conferencia de prensa fue caótica. Los futuros novios de pie, conmocionados, él fumando, ella con la mirada absorta, contestando la requisitoria periodística con evasivas y lugares comunes. Fueron diez minutos eternos. Mientras tanto, Mara Scherbatoff no resistía a la operación y fallecía en el hospital.
La pareja lo supo apenas terminó la conferencia de prensa. A Marylin la asaltó un sentimiento de culpa, y no dejaba de repetir que si no hubiera sido por ellos, la joven periodista estaría con vida. Él la consolaba culpabilizando a la cultura frenética de los paparazzi, capaces de hacer cualquier cosa por una primicia. Con amor pero con firmeza la convenció de casarse, a pesar de todo, y lo hicieron al atardecer, en el juzgado de Wetchester County con el primo Morton y su esposa como únicos testigos. Ningún periodista se enteró, y todos los presentes juraron guardar silencio hasta que se celebrara la boda oficial. El pacto fue cumplido a rajatabla, el juez de paz ni siquiera se lo contó a su esposa.
Poco a poco volvió la calma. El 1 de julio, Marylin y Arthur celebraron su boda. Fue una tradicional e íntima ceremonia judía en una casa de campo en las afueras de Nueva York. A la fiesta entre la diva de Hollywood y el escritor estrella de su generación asistieron apenas 26 invitados. La actriz fue llevada al altar por su maestro y confidente Lee Strasberg. Los anillos tenían grabada la frase «Ahora es para siempre». Parecían felices y estaban dispuestos a cambiar su vida. Ella se mostraba harta de Hollywood y quería estar más cerca de los cánones de la esposa de la época. Anhelaba representar por una vez el papel de ama de casa, al servicio de su marido. Para lograr su deseo tenía algo a su favor: una gran relación con sus hijos políticos, de 12 y 9 años, y con sus suegros y algo en contra: no se creía su propio cuento.
La historia oficial cuenta que el matrimonio empezó a derrumbarse cuando Marylin leyó en el diario de su marido algo tan hiriente como que se arrepentía «de haberse casado con una niña y no con una mujer». Lo concreto es que vivieron una historia de idas y vueltas, infidelidades y excesos hasta que en 1961 se separaron con el mismo hermetismo con el que se habían casado. Lo informaron con un escueto comunicado de prensa y lo ratificaron con una firma de divorcio express en un juzgado de Michoacán, Ciudad Juárez.
Durante los cuatro años y medio en los que formalmente estuvieron casados, la producción artística de ambos fue escasa, no solo en cantidad también en calidad. Fue como si se estuvieran reservando para The Misfits (Los inadaptados), la obra que Miller escribió pensando en su mujer. Ese texto sirvió para filmar una película con dirección de John Houston y el protagonismo de Clark Gable y Montgomery Cliff secundando a la diva. Pero el destino le colgó el cartel de maldita.
El set de filmación fue un verdadero desastre. Marylin apenas podía controlar sus demonios y el abuso de psicofármacos. Su fragilidad emocional, la falta de sueño y un matrimonio que se desmoronaba la obligaron a dos semanas de internación en Los Ángeles. Se produjo un efecto dominó en el resto del elenco, Clift se perdió en sus propios laberintos de drogas y alcohol, Houston en el juego, Gable en la tristeza nunca superada de la muerte de su esposa, de hecho falleció tres días después de terminar de filmar. La situación de los actores era tan dramática que el estudio contrató a médicos para que monitorearan a sus estrellas en forma permanente. La excepción fue el propio Miller, que en pleno rodaje se enamoró de la fotógrafa Inge Morath, con la que se casaría en febrero de de 1962.
Seis meses después de esa boda, la noche del 4 al 5 de agosto de 1962 Marylin se debatía entre la vida y la muerte en California, Arthur estaba en pleno desierto de Nevada. Una llamada telefónica lo puso en conocimiento, se desmayó y tuvo que recibir asistencia médica. Esto es todo lo que revela el dramaturgo en «Timebends», su autobiografía publicada en 1987.
Conocedor del juego, Miller se limita a excluir los datos picantes y escribe con una honestidad que suena brutal y fría. Reconoce haber fantaseado con que su matrimonio con la diva le permitiera «unificar la mente y el cuerpo, el apetito sexual y la justicia». Y también, naturalmente, como dos cualquiera del montón que se aman, «apoyarse mutuamente, que se ayudaran en el trabajo, que se respetaran y amaran». La conclusión del dramaturgo parece darle a la razón a quienes cuestionaron la relación desde el principio. «Marilyn Monroe es la prueba suprema, en lo que a mí concierne, de que la sexualidad y la seriedad son incompatibles, y no pueden coexistir en la mente norteamericana». Palabras durísimas de un hombre que si algo sabía era usar sus palabras para enamorar, para impactar y también para lastimar.
Marylin Monroe y Arthur Miller vivieron uno de los romances más llamativos y pasionales del siglo XX pero no tuvo un final feliz. Quizá porque ella, esa «hermosa criatura» como alguna vez la describió Capote, sabía que la vida te permite protagonizar una buena historia en una buena película, pero vivirla… vivirla es otra cosa.