viernes, abril 19, 2024
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Nick Cave, vital a los 61 años

“¡2 de octubre no se olvida!”. La exclamación tuvo un matiz te­nebroso. Vino del interior del Pepsi Center WTC, no emanó de un espíritu mexicano, sino de un australiano. Nick Cave replicó esas palabras de aguan­te, de impotencia, de saber que hace 50 años muchos estudian­tes fueron víctimas del granizo en forma de plomo.

Las cosas no han cambia­do mucho, pero la vida sigue su curso. Siete mil 700 personas agradecieron el gesto. Con la mano en el pecho, tambalean­tes, recibieron a flor de piel el regalo de Into my Arms, una ba­lada que sonó el día del funeral de Michael Hutchence, líder de INXS y amigo de Nick, cuya his­toria es atribuida a los quiebres que sufrió con Viviane Carneiro y la poeta PJ Harvey.

Pocos momentos tuvieron tal manifestación de melan­colía explícita por parte de un hombre que se ha hecho uno mismo con el sufrimiento, no sólo de padecer los estragos de las relaciones interpersona­les, sino de haber perdido a su hijo hace tres años al caer a un barranco a consecuencia de un viaje ácido.

La fuerza de sus gritos eran otra señal de la ira de un hom­bre mordaz de 61 años. From her to eternity lo demostró. Pero, en realidad, las más de dos horas de concierto fueron un lienzo que se fue dibujando sin sentido, con una comple­jidad que sólo los que com­praron un boleto o fueron de invitados entendieron.

Seis décadas en el mundo y el viejo Nick no reflejaba tal ad­jetivo ni su edad. Era como ver a Iggy Pop en el escenario. Le quedaba chico. Era una bestia azotando, pateando, soltando tales derechazos al aire acom­pañados de Red right hand, Shoot me down, Magneto.

Detrás de él las semillas po­dridas. The Bad Seeds. Su ban­da. Igual de zafados que él. Si Nick Cave partió la muche­dumbre en dos, cual profeta en siglo 21, para llegar a la consola de audio, durante The Weeping Song, Warren Ellis, su violinista, escenificó su propia imagen. Más parecida, en físico y violen­cia, a Charles Manson. El asesi­no del violín sacrifica el arco de su instrumento para masa­crarlo con sus dedos parchados por cinta, ignorando a Nick por completo y viviendo su propio concierto.

Nadie pudo perderse la vita­lidad de Nick Cave. Detrás Na­talia Lafourcade se dejó llevar con su chela por Stagger Lee y Push the Sky Away; los cineas­tas Hari Sama y Michel Franco lo vivieron atónitos, a juzgar por sus miradas y los aplausos para agradecer a Nick. Ni que decir del Uyuyuy, Sergio Arau, un punk de la vieja escuela en la muchedumbre.

La mejor manera de termi­nar el show fue con la figura di­vina que 30 fans, invitados por el australiano, construyeron so­bre el escenario: abrazándolo, estirando la mano para inten­tar tocarlo y partirse a la mitad para verlo retirarse en la oscu­ridad con los brazos abiertos y dejándose sentir.

Sin embargo, tal y como lo dice Nick Cave en Into my Arms, él no cree en un dios in­tervencionista. Así que vol­vió para tocar como un simple mortal, como el líder de las se­millas malignas con City of Re­fugee y Rings of Saturn.

 

Fuente: Excélsior

Foto: Especial

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